Por Jacinta Escudos.
Permítanme contarles algo que me ocurrió hace poco. Regresaba de una reunión de trabajo, poco antes de las 8 de la noche. Mientras abría la puerta de mi casa, escuché una voz a mis espaldas. Vi que un hombre hablaba con el amigo que me había llevado. Lo vi decir que no, subir el vidrio del carro e irse aprisa sin esperar a que yo entrara, como suele ser su costumbre.
Ese gesto activó mis alarmas. Por desgracia vivimos en un país donde la paranoia es un recurso necesario de sobrevivencia. Me apuré a abrir la reja y la puerta pero como son varias cerraduras, entrar no es tan rápido. El hombre, que llevaba un huacal bajo el brazo, se acercó. Me dijo que si le podía dar dinero para irse a San Martín. Le dije que no tenía.
Ya había entrado a la casa pero todavía tenía que echar llave a la reja y la puerta. El hombre, que se quedó a la mitad del parqueo de mi casa, insistió. Dijo que lo habían asaltado, que no quería hacerme daño, que lo único que quería era unas monedas para pagar el pasaje de bus e irse a su casa.
“Soy un vendedor de requesón. Y me asaltaron. Me robaron la venta del día. Mire la hora que es y yo todavía estoy aquí. No tengo ni una moneda para pagar el pasaje. Le vengo pidiendo a varias personas pero nadie me ha dado nada. Les da miedo. Piensan que los voy a asaltar. Y lo único que quiero es encontrar la manera de irme a mi casa. Soy un hombre trabajador, siempre he trabajado pero me dejaron sin nada. Viera qué difícil es esto de andar pidiendo dinero, uno tiene su dignidad, pero no puedo hacer otra cosa”. Entonces el hombre rompió en llanto.
Primero pensé que estaba fingiendo. Total, cualquiera puede hacer el mate de llorar. Me quedé parada observándolo, ya con la reja enllavada y pensando en lo que me había dicho. Ver a un hombre llorar me conmociona mucho porque, ustedes saben, “los hombres no deben llorar”. Y para que un hombre llore o se deje ver llorando (con la excepción de los borrachos en las cantinas), es bien difícil. De remate, soy “corazón de pollo”.
Su llanto y su angustia me parecieron auténticos. Por desgracia, más de una vez, me he topado con gente recién asaltada en la calle que me piden algo y que estallan en llanto, producto del momento de tensión y agresión que acaban de pasar. Entonces recordé algo que había leído ese mismo día por la mañana.
El fotoperiodista Francisco Campos publicó en Facebook un par de fotos y la explicación de estas. Un hombre que había sido baleado buscó ayuda en un taller de reparación de llantas pero el encargado optó por arrastrarlo hasta la calle, se supone que para evitarse problemas. Momentos después, el baleado murió en manos de los socorristas. “Triste mi país”, concluía Campos.
Los comentarios no se hicieron esperar. La abrumadora mayoría condenaba al encargado de la llantería por no ayudar al baleado. Se hablaba de la falta de solidaridad y de lo deshumanizados que estamos gracias a la violencia. Por supuesto hubo quienes cuestionaron al baleado y aprobaron la situación (“a saber en qué andaba metido”, “una rata menos”). También cuestionaron a Campos por tomar la foto pero no ayudar al baleado, sin saber que el fotoperiodista pasaba por ahí en un vehículo, tomó las fotos y llamó a Comandos de Salvamento. No faltó el abogado del diablo que hizo la siguiente pregunta: “Seamos sinceros: si un baleado llegara hasta la puerta de su casa a pedir ayuda, ¿ustedes qué harían?”
Esa pregunta me quedó resonando en la cabeza durante casi todo el día. Y en efecto, me pregunté qué haría yo si tuviera a mi puerta a un baleado. ¿Lo dejaría entrar para que quienes lo estuvieran siguiendo no lo terminaran de matar? ¿Le daría los primeros auxilios en la calle? ¿Lo dejaría afuera y nada más llamaría a las autoridades? ¿Qué haría yo?
Es cierto. La situación de inseguridad general y de violencia en la que vivimos, donde la mayoría estamos expuestos a tomar decisiones complicadas como estas, nos hace pensar primero en las consecuencias personales que tendría el ayudar al prójimo. Y nuestra reacción instintiva es cuidar nuestro propio pellejo primero.
Soy sincera y diré que no tengo idea de lo que haría yo en una circunstancia semejante. Pero todos esos comentarios que había leído sobre nuestra falta de solidaridad y nuestra deshumanización me cayeron encima ante el vendedor de requesón que lloraba pidiéndome un par de monedas. Podía ser un mentiroso y un gran actor. Podía ser un asaltante. Pero ¿qué tal si su historia era cierta y realmente necesitaba monedas para irse a su casa?
Decidí ayudarlo a pesar de mi temor. El hecho de estar ya con la verja cerrada no me garantizaba que debajo del trapo que llevaba en el huacal ocultara un cuchillo o, peor aún, una pistola. Decidí jugármela.
El hombre, al ver que yo buscaba las monedas se fue acercando. Seguía llorando y contándome sus cuitas. Demasiadas veces en la vida he estado en profundas angustias económicas yo misma, así es que comprendía muy bien la suya.
Cuando el hombre ya estaba en las graditas de la entrada, me dijo: “Mire, no le miento”. Hizo un movimiento para levantar los trapos que llevaba en el huacal. Pensé que era para sacar un arma. Pero al levantarlos, vi el fondo del huacal, con algunos rastros de requesón.
Le di un par de dólares. El hombre se deshizo en agradecimientos y bendiciones. La alegría con la que reaccionó se confundía con su voz todavía quebrada por el llanto. Se fue feliz, o por lo menos aliviado por poder volver a su hogar. “Cuídese”, le dije cuando ya se iba.
Campos tiene razón. Triste nuestro país.
Ese gesto activó mis alarmas. Por desgracia vivimos en un país donde la paranoia es un recurso necesario de sobrevivencia. Me apuré a abrir la reja y la puerta pero como son varias cerraduras, entrar no es tan rápido. El hombre, que llevaba un huacal bajo el brazo, se acercó. Me dijo que si le podía dar dinero para irse a San Martín. Le dije que no tenía.
Ya había entrado a la casa pero todavía tenía que echar llave a la reja y la puerta. El hombre, que se quedó a la mitad del parqueo de mi casa, insistió. Dijo que lo habían asaltado, que no quería hacerme daño, que lo único que quería era unas monedas para pagar el pasaje de bus e irse a su casa.
“Soy un vendedor de requesón. Y me asaltaron. Me robaron la venta del día. Mire la hora que es y yo todavía estoy aquí. No tengo ni una moneda para pagar el pasaje. Le vengo pidiendo a varias personas pero nadie me ha dado nada. Les da miedo. Piensan que los voy a asaltar. Y lo único que quiero es encontrar la manera de irme a mi casa. Soy un hombre trabajador, siempre he trabajado pero me dejaron sin nada. Viera qué difícil es esto de andar pidiendo dinero, uno tiene su dignidad, pero no puedo hacer otra cosa”. Entonces el hombre rompió en llanto.
Primero pensé que estaba fingiendo. Total, cualquiera puede hacer el mate de llorar. Me quedé parada observándolo, ya con la reja enllavada y pensando en lo que me había dicho. Ver a un hombre llorar me conmociona mucho porque, ustedes saben, “los hombres no deben llorar”. Y para que un hombre llore o se deje ver llorando (con la excepción de los borrachos en las cantinas), es bien difícil. De remate, soy “corazón de pollo”.
Su llanto y su angustia me parecieron auténticos. Por desgracia, más de una vez, me he topado con gente recién asaltada en la calle que me piden algo y que estallan en llanto, producto del momento de tensión y agresión que acaban de pasar. Entonces recordé algo que había leído ese mismo día por la mañana.
El fotoperiodista Francisco Campos publicó en Facebook un par de fotos y la explicación de estas. Un hombre que había sido baleado buscó ayuda en un taller de reparación de llantas pero el encargado optó por arrastrarlo hasta la calle, se supone que para evitarse problemas. Momentos después, el baleado murió en manos de los socorristas. “Triste mi país”, concluía Campos.
Los comentarios no se hicieron esperar. La abrumadora mayoría condenaba al encargado de la llantería por no ayudar al baleado. Se hablaba de la falta de solidaridad y de lo deshumanizados que estamos gracias a la violencia. Por supuesto hubo quienes cuestionaron al baleado y aprobaron la situación (“a saber en qué andaba metido”, “una rata menos”). También cuestionaron a Campos por tomar la foto pero no ayudar al baleado, sin saber que el fotoperiodista pasaba por ahí en un vehículo, tomó las fotos y llamó a Comandos de Salvamento. No faltó el abogado del diablo que hizo la siguiente pregunta: “Seamos sinceros: si un baleado llegara hasta la puerta de su casa a pedir ayuda, ¿ustedes qué harían?”
Esa pregunta me quedó resonando en la cabeza durante casi todo el día. Y en efecto, me pregunté qué haría yo si tuviera a mi puerta a un baleado. ¿Lo dejaría entrar para que quienes lo estuvieran siguiendo no lo terminaran de matar? ¿Le daría los primeros auxilios en la calle? ¿Lo dejaría afuera y nada más llamaría a las autoridades? ¿Qué haría yo?
Es cierto. La situación de inseguridad general y de violencia en la que vivimos, donde la mayoría estamos expuestos a tomar decisiones complicadas como estas, nos hace pensar primero en las consecuencias personales que tendría el ayudar al prójimo. Y nuestra reacción instintiva es cuidar nuestro propio pellejo primero.
Soy sincera y diré que no tengo idea de lo que haría yo en una circunstancia semejante. Pero todos esos comentarios que había leído sobre nuestra falta de solidaridad y nuestra deshumanización me cayeron encima ante el vendedor de requesón que lloraba pidiéndome un par de monedas. Podía ser un mentiroso y un gran actor. Podía ser un asaltante. Pero ¿qué tal si su historia era cierta y realmente necesitaba monedas para irse a su casa?
Decidí ayudarlo a pesar de mi temor. El hecho de estar ya con la verja cerrada no me garantizaba que debajo del trapo que llevaba en el huacal ocultara un cuchillo o, peor aún, una pistola. Decidí jugármela.
El hombre, al ver que yo buscaba las monedas se fue acercando. Seguía llorando y contándome sus cuitas. Demasiadas veces en la vida he estado en profundas angustias económicas yo misma, así es que comprendía muy bien la suya.
Cuando el hombre ya estaba en las graditas de la entrada, me dijo: “Mire, no le miento”. Hizo un movimiento para levantar los trapos que llevaba en el huacal. Pensé que era para sacar un arma. Pero al levantarlos, vi el fondo del huacal, con algunos rastros de requesón.
Le di un par de dólares. El hombre se deshizo en agradecimientos y bendiciones. La alegría con la que reaccionó se confundía con su voz todavía quebrada por el llanto. Se fue feliz, o por lo menos aliviado por poder volver a su hogar. “Cuídese”, le dije cuando ya se iba.
Campos tiene razón. Triste nuestro país.
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