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Nuestra lengua castellana es para sus hablantes, además de un medio de comunicación, una fuente histórica. Y es que el léxico de una lengua, es decir, sus palabras, nos permiten bucear en el pasado y descubrir cómo era el mundo de entonces y, por ende, la gente que con ella se comunicaba. Así, nuestra lengua nos revela un rico pasado lleno de encuentros con otras culturas que dejaron su huella a través de las palabras. Ya hemos hablado en otra ocasión de los préstamos del francés y del quechua; ahora es el turno del árabe.

Si bien es cierto que la mayor parte de palabras del español es de origen latino, también lo es que el segundo componente de nuestro léxico es el árabe. Pero, ¿cómo llego el árabe a ser tan importante en el español? La respuesta está en la historia. En efecto, la península ibérica, cuna del castellano (entre otras lenguas), fue invadida por diversos pueblos árabes que se asentaron allí durante casi ocho siglos, desde el 711 hasta 1492, año en que fueron expulsados por los Reyes Católicos. Fruto de esa larga convivencia, la lengua castellana, que se hallaba por el siglo X en pleno proceso de formación, fue incorporando paulatinamente muchos arabismos léxicos.

La invasión árabe supuso para la Península, y a través de ella para Europa, la apertura a los grandes avances culturales de la época en muchos campos del saber: la medicina, la matemática, la astronomía, la filosofía, la arquitectura, la agricultura, etc. Este hecho se constata en la gran cantidad de palabras de origen árabe que empezaron a emplearse para designar realidades e ideas nuevas o para renombrar las ya existentes. De este modo, el vocabulario árabe se convirtió en un componente importante del léxico español, después del latino, hasta llegado el siglo XVI, en que el francés le quitó protagonismo.

Se calcula que el español recoge del árabe cerca de 4000 voces, incluyendo topónimos, hecho que constituye un elemento diferenciador importante, con respecto al léxico de otras lenguas romances (francés, portugués, italiano…). La mayor parte de arabismos los reconocemos en español porque son sustantivos que empiezan por al- o a-, partícula que sirve de artículo en árabe. Así, son arabismos de uso frecuente en nuestro idioma: aceituna, aduana, ajonjolí, alacena, alacrán (equivalente a “escorpión”, de origen latino), albahaca, albañil, albaricoque, albornoz, alboroto, albóndiga, alcachofa, alcalde, alcancía, alcoba, alcohol, alfalfa, alférez, alfil, alfiler, álgebra, algoritmo, alhaja, alharaca, almacén, almíbar, almohada, alquiler, alquimia, arroz, azul… Otros arabismos, también frecuentes en el español, son cero, cifra, jarra, taza, mezquino, tarifa, berenjena, zanahoria, espinaca, sandía (su nombre remite al lugar de origen de este fruto, Synd, en Pakistán)…

Una palabra bastante frecuente con la que expresamos deseo también es un préstamo de árabe: ojalá, que en origen significa ‘si Dios quiere’, así como la secuencia de pronombres con que designamos a las personas cuando no sabemos o no queremos decir su nombre: fulano, mengano, zutano, perengano que, dicho sea de paso, siempre se usan en ese orden.

Por último, en el dialecto piurano hay algunos que se han enraizado y que incluso se podrían sentir como propios, pues designan realidades que forman parte de nuestra cultura. Por poner algunos ejemplos, fijémonos en las “alforjas” que los piajenos llevan a cuestas, la “acequia” por donde discurre el agua hacia los sembríos de “algodón” y “limón”, productos principales de la agricultura piurana; la sombra que procura el “algarrobo”, bajo el cual se disfruta un ceviche con las infaltables “zarandajas”; el “alfeñique”, una dulce tradición; o el “alcahuete” que se presta para encubrir a alguno(a) de ojos “zarcos” que enamoran…

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