Este día, posterior a una visita a un centro hospitalario de San Salvador, me dirigía a mi hogar sin esperar lo que a continuación os voy a contar.
Caminaba yo por la recién remodelada Calle Arce, en la cercanías de la Universidad Tecnológica, cuando fui interceptado por un extranjero, quién inició la charla – a modo de rompehielo – entregándome una tarjeta de su negocio.
El extranjero es un neoyorkino, quién por culpa del amor, ahora vive y trabaja en un cibercafé en San Salvador.
Al inicio noté la taquilalia de mi interlocutor y en un instante traté de acostumbrar mi oído a su manera de expresarse. Estaba feliz por poder entablar una plática con alguien más aparte de su esposa, a quién pude conocer también.
A forma casi de queja, me comentó que muchas personas que pasan frente a su establecimiento toman la tarjeta y solamente lo observan y murmuran, cosa que le hace sentir muy extraño.
Hablamos sobre muchas cosas, entre ellas, la infaltable pregunta sobre su percepción de los salvadoreños. Inmediatamente me contó que no le agradó esperar más de 30 min por un café en un restaurante cercano, sí el mismo de la promoción glotona de este mes.
También me narró un viaje a Guazapa, a una zona exguerrillera. Y de cómo sufrió encasillamiento por ser “gringo”. Reconoce que no todos los salvadoreños somos así.
Me contó que solía ser un repartirdor de encomiendas, que utilizaba su bicicleta modificada para ello y que por tal oficio aprendió muchos idiomas, al menos en su más elemental forma. En este punto me interesé y pudimos hablar un poco en Alemán sin ningún problema. Hablamos de música y de su afición casi obsesiva con Pink Floyd.
Al final de la charla , continuó su mercadotecnia y me alentaba a visitar su local y a pasar la voz.
Nos estrechamos las manos y me alejé del lugar. El gringo siguió entregando sus tarjetas.
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